Capítulo 5: Ocas robadas, Ordo Septenarius y otras desgracias

Fuimos a visitar el gremio de mercaderes, ese templo secular al dios Handrich donde el incienso sonaba a monedas de oro y los altares estaban forrados en cuentas pendientes. El distrito era elegante, empedrado a conciencia y rodeado de tiendas con precios capaces de provocar ataques cardíacos. Escudos heráldicos decoraban las fachadas, símbolo de poderosas familias. Uno nos llamó la atención: un barril con una “S” dorada. Viejo conocido. Los Steinhager. Comerciantes, banqueros… ¿cultistas? Eso aún estaba por verse.

Discutimos un rato y decidimos refrescarnos en La Trucha Dorada, una taberna de las que huelen a especias caras y desdén. Comerciantes y notables nos escanearon como si fuéramos escoria mutante. Mientras meditábamos si pagar tres chelines por sopa con “elementos sorpresa”, un niño andrajoso se nos acercó con un pergamino. Mensaje breve y nada ambiguo:

“Tenéis una deuda pendiente esta noche en Las Picas Cruzadas.”

Sutileza nivel: cultista de Slaanesh. Decidimos investigar a Franz Bauman, el supuesto líder de los “caballeros de las cloacas”. Nos pareció sospechoso que nadie hablaba de Johannes Teugen, el comerciante más influyente del gremio. Demasiado silencio. Sospechoso. Tim se excusó con su clásico “voy al servicio”. Traducción: fue a robar. Porque claro, cuando el pan cuesta lo mismo que una daga, la ética es opcional.

Volvimos al gremio de comerciantes, y allí nos atendió Magirius, el burgomaestre. Sonrisa afable, ojos calculadores, aire de “no oculto nada, mirad qué generosa organización dirijo”. Nos ofreció comida en la trucha dorada, ayuda y hasta un salvoconducto para la guardia. Demasiado perfecto para ser real. En Bögenhafen, ni los mendigos son tan amables.

Al salir, en la plaza, un profeta medio desnudo gritaba que el Caos se cernía sobre todos mientras unos niños le lanzaban piedras, que había “un hombre que no era hombre”. Úrsula le gritó de vuelta “¿Y si no es un hombre, es una mujer??” Como si el apocalipsis fuera una discusión tabernera. Katya sacó su placa de cazadora de ratas y se unió al duelo de gritos. Lian, nuestra elfa, ya consideraba desertar y volver nadando a Ulthuan.

Fuimos a ver al capitán Reiner Goertrin. Desbordado por casos de envenenamiento provocados por pastelillos hechos por medianos en la feria. Nos asignó a dos cadetes de castigo: Ulrique y Octagunda, arrestadas por robar huevos de oca. Ahora estaban condenadas a algo peor: trabajar con nosotros.

La luna del Caos crecía en el cielo. Buen augurio para una noche en Las Picas Cruzadas, una taberna más infecta que el hocico de un skaven. Franz Bauman estaba furioso: habíamos eliminado a dos de sus hombres. Su represalia fue elegante: Lian debía perder a propósito en su club de cartas clandestino. Nada humilla más a una elfa noble que un enano tuerto ganándole al poker.

Bajamos al sótano, que para variar estaba conectado con las cloacas. Allí había un altar al dios Ranald, patrón del azar y las trampas. Todo encajaba. Quizá demasiado. Jugamos, apostamos, prometimos volver. No lo hicimos.

Al día siguiente, nos colamos en la casa de los Steinhager, convencidos de que allí se escondía algo nefasto. Franz Steinhager nos recibió. Sonrisas nerviosas, contables, diligentes, todo muy respetable… hasta que Úrsula empezó a gritarle a muebles y empleados. Encontramos símbolos

del Caos y papeles con tinta aún fresca. La sala con la inscripción Ordo Septenarius nos confirmó lo evidente: aquello no era una sala de donaciones.

Tras algo de presión —léase: amenazas veladas con antorchas— Franz reveló la existencia de la cámara fuerte. Tres cerraduras. Tres hermanos. Accedimos a ella. Documentos, contratos, monedas… y más pistas que olían a ritual.

Y entonces llegó la comitiva: los otros dos Steinhager y el propio Magirius. Sonrisas, excusas, discursos sobre Handrich y la economía del bien común. Todo tan limpio que apestaba. Magirius se presentó al día siguiente al templo de Sigmar para “la prueba del pastelito”. Un ritual sencillo: si comes y no mueres entre llagas, no eres hereje. Él sobrevivió. Úrsula casi mata al clérigo por inútil.

Seguimos a Magirius. Lo vimos reunirse con Teugen y otros miembros del Ordo. Siete en total. Llevaban un bulto negro. Aquello no era beneficencia, era una misa negra con tenedor de plata.

Nos colamos en la mansión de Teugen. El jardín estaba patrullado, pero la madreselva fue nuestra aliada. Úrsula, en un gesto profético, lanzó un trozo de embutido a un perro guardián. El salchichón salvador. Tim se infiltró disfrazado de sirviente con un flan en la cara. Duró poco. El flan voló, bañó a todos los comensales y lo echaron a la cocina.

Úrsula, entre tanto, combatía al perro en duelo singular. Venció. Luego, prendió fuego al jardín. Porque claro, si todo falla: fuego. Escapamos entre el caos. Sospechábamos que un ritual se avecinaba.

Días después, Magirius cansado de ver a la elfa maga saludándolo en la distancia en todas partes, por fin sucumbió y vino a hablar con nosotros. Decía que el niño adoptado por Teugen era clave en un sacrificio. Que el Ordo estaba fuera de control. Que uno de los siete planeaba un asesinato esa misma noche.

“Por favor. Os daré toda la información que tengo.”

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *