
Todo comenzó, como muchas tragedias de medio pelo, en una taberna donde nos cobraron dieciséis peniques por una cerveza aguada, ocho por una «comida» que ni los perros tocarían, y otros ocho por dormir en un camastro que albergaba más pulgas que el mercado de ganado en verano. Buscando pistas sobre la Mano Púrpura y la Corona Roja, solo hallamos rumores y miradas esquivas entre eructos y estornudos.
En retrospectiva, deberíamos habernos quedado en la Berebeli con Munin, que ahora vive su mejor vida comiendo bizcochos de cebada mientras Josef lo engorda como si fuera a competir en un concurso de cuervos gigantes o eran gallinas gigantes…

Bögenhafen es ese tipo de ciudad donde las alcantarillas tienen más vida social que los barrios altos. Y por eso —porque claramente hemos perdido el amor propio— nos adentramos en su red de túneles con un mapa viejo, olor a condena y la bendita idea de que «todo saldrá bien».

Atados a una cuerda, bajamos uno por uno al inframundo de hedores y arrepentimientos. Algunos con gracia… y luego estaba Tim, que bajó vomitando sobre sus propias botas. Su hurón, Kastor, desapareció como alma que lleva Morr al primer olor fuerte. Tim casi entra en pánico. “¡Kastor! ¡MI PEQUEÑO!” gritaba, mientras se sujetaba la tripa.
El ambiente olía a moho, sangre reseca y decisiones equivocadas. Incluso Lian, la inquebrantable elfa frunció el ceño. Katya, en cambio, estaba feliz. Tenía la mirada de quien acaba de ver una madriguera de ratas del tamaño de un pony. Su perrita salchicha, Kovla, ladraba emocionada como si ya oliera una presa gorda y jugosa.
Rastros de mucosidad y sangre verdosa nos guiaban por túneles cada vez más estrechos. Creíamos seguir a un goblin con tres patas —literalmente— pero luego Tim volvió a vomitar, y el rastro se esfumó bajo la espuma gástrica. Úrsula intentó saltar un canal para arrojarnos una cuerda, que fue directa al agua como si fuera parte del ritual. En su intento de cruzar, Katya se resbaló, cayó de lleno al barro pestilente y arrastró a Kovla con ella. A Kovla le encantó. A Katya no tanto.
La pasarela que vino después estaba tan podrida que crujía con solo mirarla. Tim murmuraba una oración a Ranald, Kastor chillaba en su túnel, Lian maldecía en élfico (algo como «por las barbas de Isha, qué asco de vida») y Úrsula… Úrsula ya estaba cambiando. Sonreía. DEMASIADO. Decía cosas como “me gusta la oscuridad… es cálida” y “¿habéis olido esto? Es auténtico peligro”. Sospechamos que el contacto prolongado con corrupción le está sentando… inquietantemente bien.
En una bifurcación, Kastor reapareció como una flecha, cubierto de lo que luego supimos era moco. Tim lloró de felicidad y lo abrazó como si hubiera vuelto de la guerra. Justo entonces, una lluvia de aguas negras lo bautizó por segunda vez. Nadie dijo nada. Solo Lian dio un paso atrás discretamente.
Avanzamos entre resbalones, discusiones sobre el mapa (que claramente era de otra ciudad), y amenazas de separación. Tras una eternidad llegamos a una puerta con símbolos arcanos. Lian se adelantó, haciendo una pausa dramatica, y abrió la puerta con un susurro élfico.
Dentro, Reinhold y Reinhard, dos gemelos con cara de «hace años que no confío ni en mi reflejo», jugaban a las cartas rodeados de humo rancio. Se presentaron como miembros del Gremio de Ladrones de Bögenhafen. Tenían esa vibra de «si pestañeas, te roban los calzones».
Entonces apareció Franz, el jefe. Bigote dramático, mirada paranoica y actitud de villano secundario con aspiraciones a archiduque del crimen. Al ver a Tim (hecho un trapo), a Úrsula (con mirada de “qué pasa si meto fuego a esta habitación”), y a Katya afilando cuchillos sin disimulo, activó una trampilla. ¡SPLASH! Fosa séptica directa.
Úrsula, se deslizaba por las paredes como si lo disfrutara. Tim chillaba mientras intentaba sacar a Kastor de una balsa de heces. Lian lanzó luces arcanas como si fuera Fin de Año en Ulthuan. Katya se lanzó como un demonio cazarratas enloquecido, y Kovla… Kovla encontró un cráneo y lo declaró su nuevo juguete favorito.
Entre gritos, empujones y magia caótica, logramos reducir a los gemelos. Franz, por supuesto, escapó por una puerta secreta a buscar refuerzos (cómo no). Le bloqueamos la salida apilando muebles y prendiéndoles fuego, con la lógica clásica de «si no lo entendemos, que arda».
Seguimos el túnel, ya rendidos al caos. Encontramos al enano borracho que habíamos liberado días antes… sin corazón, la caja torácica abierta como un libro de anatomía. Igual que Adolphus Kuftos. Mismo patrón. Mismo aire denso. Y una certeza: esto ya no era solo crimen. Esto era brujería de alto octanaje.
Más adelante, topamos con otra puerta, esta vez con una ventanilla oxidada a la altura de los ojos (o de los ojos humanos, claro; Lian tuvo que agacharse como un mendigo elegante). Echamos un vistazo y lo que vimos dentro nos congeló la médula.
En el centro de la sala, una estrella de siete puntas hecha de cobre brillaba con un fulgor enfermizo. A su alrededor, velas derretidas rezumaban cera como si lloraran. Lian, con la cara más pálida que un noble de Sylvania, susurró que ahí dentro se había cocinado una magia negra tan densa que se podía cortar con un cuchillo. Lo dijo con voz grave. Dramática. De esas que exigen fondo musical.
En el suelo, sangre verde. En el centro del símbolo… los despojos del goblin de tres patas. Brutalmente despedazado, como si alguien hubiera decidido hacer una escultura con sus vísceras y luego se arrepintió a mitad de proyecto.
Y en medio del ritual: un torbellino de energía oscura. Giraba lento pero constante, como un sumidero enloquecido que succionaba la realidad. Daba escalofríos solo mirarlo. “Eso es una puerta dimensional”, dijo Lian. “O una condena con forma de agujero”, añadió Tim, temblando.
Lo peor no fue el vórtice. Fue la cosa que estaba dentro. Una entidad repleta de ojos, muchos más de los necesarios, todos mirándonos. No atacó. No gruñó. Solo… nos observaba. Como si estuviéramos en un escaparate y él fuera un cliente indeciso.
Úrsula, nuestra siempre estoica cazadora de brujas, empezó a… cambiar. Algo en esa mirada monstruosa le removió cosas. Le gustó. Se acercó más de la cuenta. Hasta le saludó. LE SALUDÓ. Nosotros, lógicamente, entramos en pánico. Si no llegamos a sujetarla entre todos, habría cruzado la puerta con una sonrisa y una invitación a cenar.
Y entonces, la heroína inesperada: Kovla, la perrita salchicha, en un estallido de gloria y ladridos, se lanzó, agarró la pelvis del goblin como si fuera su nuevo hueso favorito y salió corriendo con la energía de un cometa perruno.
Aquello rompió el hechizo. Salimos disparados. Chapoteos, tropiezos, caídas dignas de comedia física, varios gritos agudos (incluido uno de Tim, que aún lo niega), y más de una zambullida involuntaria en lo que ahora llamamos “el caldo de la desesperación”.
Cuando al fin emergimos en los muelles, olíamos peor que un cadáver fermentado en verano. Pero estábamos vivos. Eso ya era mucho.
Fuimos directo al juez. Le contamos todo con pelos y señales (y fluidos que aún nos chorreaban por las botas). Nos dio una recompensa escueta, una palmadita como quien felicita a un perro callejero por no morder, y un consejo paternalista: “Para ese tipo de cosas, mejor id al templo de Verena”.
Le advertimos que en las alcantarillas hay un gremio de ladrones armado, organizado y con bigotes peligrosos. Señalamos el sitio exacto en el mapa. Su respuesta: un bostezo, un “ya veremos” y un “es que estamos saturados”. Excelente. Así estamos.
Volvimos a la superficie. Nos duchamos con una violencia que rozaba el exorcismo. Quemamos la ropa vieja mientras Lian rezaba en élfico (posiblemente maldiciones). Compramos ropa nueva en el mercado. Lian, por supuesto, se quejó: “Esto no es tela, es lija teñida”, murmuró con desprecio. Pero al menos no estaba cubierta de lodo demoníaco, así que no le dimos mucha bola.
Finalmente, regresamos a la Berebeli. Cansados. Asqueados. Traumatizados. Pero vivos. Y eso, en Bögenhafen, ya es un pequeño milagro.